Mi montaña rusa emocional
Querido (des)conocido:
Escribo estas líneas, que sin vergüenza afirmo que me sirven como terapia para soltar aquellos fantasmas o energías que, sin darme cuenta, llevan tiempo creciendo dentro de mí (la meditación y el mindfulness están bien, pero quiero probar esta nueva técnica).
Con esta entrada, quiero que vivas conmigo las emociones que me acechan constantemente. Esto sí, ya te aviso que, como me tatué hará varios años, mi mundo emocional es como una montaña rusa (tal vez algo más acentuado últimamente), así que solo te pido que, sin tapujos, me ayudes a validar estos sentimientos (no te preocupes por cómo suene, de verdad, prefiero escuchar: “menuda putada de situación” antes que la famosa frase de: “tranquilo, todo esto pasará”).
Hace más de cinco años aterricé en Nepal, sin tener ni idea de lo que sucedería algo más tarde. Entonces tenía 24 años (¡¡24!!), y una energía y vitalidad que nada tiene que ver con la del Nacho de “ahora” (quiero remarcar que esto no lo digo con nostalgia, sino con plena consciencia de la “fase” en la que me encuentro). Nada me hacía pensar que unos años más tarde estaríamos asistiendo a más de 1.000 niños y niñas, nueve escuelas y cientos de familias (un éxito, ¿no?).
No obstante, creo que el alcance de este proyecto (que, por supuesto, no hubiera sido posible sin el apoyo de gente como tú, contribuyendo, leyéndome o diciéndome: “qué jodida esta situación”) ha sido inversamente proporcional a la energía con la que lo he vivido. Para darte una imagen (porque vale más que las 639 palabras de esta entrada), me siento como una botella que no solo tiene cada vez menos agua, sino que empieza a estar estrujada por el paso del tiempo (de nuevo, nada de pena, te lo digo con un poco de orgullo y todo).
Vivir tan lejos de casa no es fácil (más aún si a eso le añades el pasar la mitad del tiempo viviendo en la jungla, entre comunidades indígenas, sin luz y caminando una hora para irte a duchar al río). El tiempo me ha demostrado que lazos que creía sólidos e indestructibles se han aflojado y desvanecido (porque esto es mucho más que un distanciamiento geográfico —de casi 9.000km, por cierto—). Por suerte, todavía cuento con gente, amigos, familia y otros que ni siquiera he conocido en persona, que me ayudan a seguir tirando adelante, con sus ánimos, su confianza, o simplemente con su empatía cuando me dicen que realmente es una mierda la situación por la que estoy pasando.
Soy consciente de que entro en una nueva fase, una de cambio. Esto, pese a todo, me motiva, porque es la que soñé desde el principio. Soy un cabezota (“tozudo”, “intransigente”, “cabeza cuadrada”), y eso a veces me lleva a sufrir más de la cuenta. Por suerte, con el paso del tiempo (y una terapia que ha durado más de un año y empiezo a echar en falta) he logrado identificar las emociones y sentimientos que predominan en mí (ahora me toca aprender a aceptarlas y hablar de ellas, para que no se “hagan bola”). Pero, pese a todo, sé que cada vez estamos más cerca de nuestro objetivo, el de construir unos pilares sólidos para que esta casa aguante y yo, sin hacer mucho ruido, pueda dar un paso al lado y ver lo bonita que ha sido esta construcción, desde algo más lejos, y con perspectiva.
Ahora, para terminar, si me preguntas ¿cómo estoy? Te diré que algo más relajado (vomitar estas cosas ayudan, de verdad). Pero te pido que, cuando hablemos, me ayudes tan solo diciéndome: “¡qué putada!”, porque ya sé que, cómo el libro de Milena Busquets, “También esto pasará” (y hablaremos de todo esto con una cerveza, sentados en una silla, escuchando las olas del mar).
¡Un abrazo!